El universo para un claustro: la audacia dominicana

 

En un momento en el que la Iglesia acaba de darse un nuevo Papa en León XIV, y en el que nuestra Orden celebrará un Capítulo General el próximo mes de julio en Cracovia, me parece que es la ocasión perfecta para echar otra mirada a la figura de nuestro fundador Santo Domingo y, por lo mismo, a la misión que nos legó como Orden de Predicadores.

Santo Domingo fue ante todo un hombre de Iglesia. Y una relectura de su acción misionera sólo tiene sentido desde esta perspectiva, en la que Domingo quería salvar a la Iglesia de Cristo de los cismas y herejías que amenazaban a su alrededor. Los pecadores a salvar y el futuro de la Iglesia son una misma cosa para Domingo. Esto iba a dejar una profunda huella en la identidad de la Orden y de todos aquellos que iban a seguir los pasos de Domingo.

La gran intuición misionera de Domingo, que no conocía límites, no podía reducirse a los estrechos confines de una iglesia abacial, un priorato de canónigos o incluso una diócesis, como era el caso de las órdenes religiosas en su época. Él abrió verdaderamente de par en par las puertas de la misión de la Iglesia en el mundo.

Nosotros, los miembros de la familia de Santo Domingo, formamos parte de la Iglesia, una Iglesia en marcha, una Iglesia que debe convertirse constantemente haciéndose servidora de todos, y esta intuición profunda que anima nuestro estar juntos es ante todo apostólica, aunque sus raíces sean contemplativas.

La vida dominicana se inscribe en una misión definida y reconocida por la Iglesia como prolongación de la de los apóstoles y, por lo mismo, como extensión del ministerio de Cristo. Es una vida que nos sumerge en el corazón de la misión de la Iglesia, pues este fue el lugar de la pasión de Domingo. Nuestra vida dominicana está formada y marcada para siempre por la compasión que habitaba en Domingo y que le hacía gemir y llorar por las noches mientras rezaba: “Dios mío, Dios mío, ¿qué será de los pecadores?”.

Nuestra vida dominicana es, por tanto, una vida de urgencia para el mundo, porque la buena nueva de Jesucristo es demasiado a menudo ignorada, malentendida o distorsionada, y el amor de Dios es demasiado a menudo despreciado y pisoteado. Esto es lo que insufla determinación y energía a los pasos de Domingo, y a los que viven el Evangelio tras sus huellas.

Esta vida exige nuestra libertad en Cristo. No nos confina a límites estrechos. Nos abre a la creatividad, a la responsabilidad y a mar abierto por el bien de la misión. En el siglo XIII, el fraile benedictino Mathieu de Paris se indignó al ver a los primeros dominicos salir de sus monasterios para predicar el Evangelio en las calles y pueblos, algo desconocido en su época. Indignado, Mathieu de Paris dijo de los primeros dominicos: “¡Tienen el universo por claustro y el mar por valla!” Y eso, hermanos y hermanas, ¡es nuestro orgullo! Por eso esta libertad nuestra también implica una gran confianza en los demás, en los hermanos y hermanas con los que viajamos.

El carácter alegre y acogedor de Domingo, reconocido por varios testigos a lo largo de su vida, así como su compasión, revelan que era ante todo un hombre de diálogo y fraternidad, capaz de sentarse con un cátaro y pasar varias horas a la mesa conversando con él.

¿Y si el diálogo iniciado por Domingo hubiera sentado ya las bases para el encuentro con los demás que sus hermanos y hermanas de todo el mundo siguen profundizando? ¿No es este un gesto profético con un futuro prometedor para los hermanos y hermanas de Santo Domingo? Abrió así un camino que la familia dominicana no ha dejado de explorar, profundizar y ampliar desde sus orígenes.

Mencionemos a Jordán de Sajonia en Tierra Santa en 1236, apenas veinte años después de la fundación de la Orden; a Tomás de Aquino y su diálogo con pensadores griegos y árabes; a Catalina de Siena y su participación activa y audaz en la vida de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo; Antonio de Montesinos, Francisco de Vitoria y Bartolomé de Las Casas, y sus luchas por el reconocimiento de lo que un día se llamaría derechos humanos; y qué decir del Padre Lataste en el siglo XIX y su ministerio con las mujeres presas; de Pierre Claverie y su amor por el mundo musulmán, aquel que decía que necesitábamos la verdad de los demás, aunque profesaran una fe diferente. Cada una de estas figuras, como Santo Domingo, estuvo marcada por la cultura y la mentalidad de su tiempo, pero fueron audaces en su comprensión de una humanidad plural y fraternal.

Que nuestro compromiso con la Orden de Predicadores, fraternidades laicales, hermanas apostólicas, monjas contemplativas y frailes predicadores, nos dé la gracia de seguir profundizando en nuestra llamada a seguir a Cristo a la manera de Santo Domingo. ¡Feliz verano a todos!

Fr. Yves Bériault, OP
Prior Provincial de la Provincia de Santo Domingo de Canadá

Fuente: Réseau -Juin 2025- Volume 57, No 2

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Publication Date: 2025-07-08 11:59:24
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